Las causales de prisión preventiva de naturaleza punitiva a la luz del control difuso de convencionalidad

Jeffry José Mora-Sánchez*

Donde hay poder hay relación, donde hay relación hay resistencia.

Hoy más que nunca es preciso resistir, tomar conciencia del espacio de poder que ocupamos, siempre recordando que el olvido de nuestro presente puede ser el peor olvido. Pablo Andrés Vacani

Resumen

El presente artículo analiza el contexto en que se desarrolla el denominado modelo eficientista del derecho penal, con particular referencia a la implementación de causales de prisión preventiva que responden a una naturaleza punitiva. Posteriormente, se efectúa un recorrido por la normativa internacional que regula los derechos fundamentales de las personas sometidas a un proceso penal, en particular la Convención Americana de Derechos Humanos, la interpretación que los órganos integrantes del sistema interamericano han realizado de dicho instrumento, así como las características del control de convencionalidad y las potestades del Juez ordinario como garante del bloque de convencionalidad.

* Licenciado en Derecho por la Universidad de Costa Rica, Máster en Derecho Penal por la Universidad de Sevilla, España, Postgrado en Ética Pública, Transparencia y Anticorrupción por la Universidad Nacional del Litoral, Argentina. Especialista en Derecho Notarial y Registral por la Universidad Latina de Costa Rica. Miembro de la Asociación de Ciencias Penales de Costa Rica, la Asociación Internacional de Derecho Penal y la Asociación Pensamiento Penal (Argentina). Además, miembro de la Comisión de Derecho Penal y de la Comisión de Derecho a la Salud del Colegio de Abogados de Costa Rica. Profesor de los cursos de Derecho Penal Especial en la Universidad Autónoma de Centro América. Se ha desempeñado como Asesor Jurídico de la Caja Costarricense de Seguro Social y actualmente ejerce como Juez Penal de la República.

Palabras claves: IMPUTADO - MEDIDAS CAUTELARES -

PRISIÓN PREVENTIVA - REITERACIÓN - CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD-CONTROL DE CONVENCIONALIDAD  JUEZ DE GARANTÍAS.

Abstract      

The present article analyzes the context where it develops the so-called efficientcy model of the criminal law, with the particular reference to the implementation of causes for the preventive detention that should respond to a punitive nature only.  Besides that, we will take a view, analizing the  international legislation that regulates the fundamental rights of persons submitted to the criminal law and its process, in particular the American Convention on Human Rights, and the interpretation that the agencies members of the inter-american system have been made of this instrument, as well as the characteristics of control and powers of the ordinary judge over the conformity with the convention rules and the role of the judge as guardian of this mentioned control.

Key words: ACCUSED-PRECAUTIONARY MEASURES PREVENTIVE DETENTION - REITERATION - CONSTITUTIONAL CONTROL- CONTROL OF CONFORMITY WITH THE CONVENTION RULES - JUDGE OF GUARANTEES.

Recibido: 25 de noviembre del 2013

Aceptado: 7 abril de 2014

Cuestiones liminares: Metodologismo y populismo punitivo

Asistimos a un período histórico marcado por una pronunciada y desmedida proliferación de normas penales y una paralela flexibilización de garantías procesales de los imputados, parte de lo que ha sido llamado con acierto como un modelo eficientista del derecho penal, en donde las fórmulas particulares de la eficiencia, asentadas sobre la visión de los derechos y garantías concebidos como obstáculos para el logro de la eficiencia real del sistema penal, verdaderos modelos de respuesta punitiva que se encuentran indisolublemente ligados a un uso instrumental y perverso de la figura de la detención preventiva por ejemplo; que la conciben como un instrumento de lucha contra la impunidad, que la conciben con funciones propias de la pena, que la aplican como condena anticipada. Se trata de modelos que restringen, severamente, y a nombre de la eficiencia , los derechos fundamentales y las garantías judiciales a todo nivel, que conciben el control judicial como control meramente formal y no material, que privilegian los medios sobre los fines (Aponte Cardona, 2009, p. 49).

Desde otra perspectiva, el fenómeno de instauración de un modelo eficientista del derecho penal puede ser valorado a partir de la noción de metodologismo. Dicho concepto ha sido estudiado en nuestro medio por Haba Müller, quien lo concibe como una especie de degeneración o engaño de la metodología mediante el cual se desvía la atención de los problemas esenciales que se presentan en la realidad de las prácticas sociales, para hacer creer que todo marchará bien con la sola aplicación de un método (Haba, 1994, p. 112). Refiere el autor que el científico social no tiene más remedio que optar entre dos grandes orientaciones metodológicas: la positivo-estandarizante (popularísima) y la negativo-heurística (esencialmente crítica), siendo el metodologismo un derivado de la primera. El pretendido papel “medicinal” o “misionero” –un platonismo vulgar- al que suelen considerarse llamados dichos científicos, constituye la ideología profesional de estos. Para respaldarla, les conviene creer que ellos disponen de métodos eficaces del primer tipo (Haba, 1994, p. 109).

Como manifestaciones del metodologismo, de acuerdo con la conceptualización reseñada, encontramos el llamado “wishful thinking” y el “mauvaise foi” sartreano. La primera manifestación, el “wishful thinking”, que puede ser traducido literalmente como “pensamiento por deseos”, consiste en mantener la firme creencia de que las cosas son tal y como queremos que sean. De tal forma, se construye una “realidad” a partir del ideal que sobre determinada situación se tiene, con lo que se propicia una visión “a-dualista” frente a los objetos y una falta de conciencia acerca de la dualidad yo/mundo, lo cual nos hace ser víctimas de ilusiones infantilistas (Haba, 2008, p. 31).

Por su parte, el “mauvaise foi” o “Mala Fe”, denominada así por Jean Paul Sartre, evidencia el recurso al autoengaño para evadir la responsabilidad a partir de los actos propios, así como la proyección de ese autoengaño a los demás para evitar ser tomado como autor de tales actos (Haba, 2008, p. 33). Bajo esa perspectiva, señala Lippens, no existe un código religioso o ético, ni una teoría filosófica, psicológica o criminológica que pueda servirle al ser como guía herméticamente sólida para saber cómo elegir (2010, p. 303).

El metodologismo, en las dos manifestaciones apuntadas, encuentra un insuperable caldo de cultivo en nuestra sociedad actual, en la que el hombre-masa, según la nomenclatura utilizada por Ortega y Gasset, para quien La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese “todo el mundo” no es “todo el mundo”. “Todo el mundo” era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es sólo masa (Ortega y Gasset, 1989, pp. 59-60), cree que tiene todos los derechos pero ninguna obligación, desprovisto de moral pero con una altísima sensibilidad al riesgo, reclama soluciones expeditas ante las nuevas desavenencias de la modernidad (Sobre el particular puede consultarse la excelente obra de Jesús María Silva Sánchez “La Expansión del Derecho Penal”).

La necesidad de soluciones inmediatas por parte de una ciudadanía de sujetos pasivos –hombre-masa-, es bien recibida por la clase política, quienes generan ampulosos discursos y debaten en contiendas interminables y estériles, que usualmente terminan con la creación de algún cuerpo legal que en muchas ocasiones adolece de defectos insalvables, desde una perspectiva dogmática.

Empero, sin necesidad de realizar un análisis profuso de las copiosas investigaciones que se han realizado desde el campo del derecho penal, la criminología, la sociología y la psicología, que destacan la poca utilidad que representan las formulaciones legales que preceden un cambio social de importancia, sin que se aparejen o nutran de este, si se evidencia un estable binomio que propicia la separación de las diversas controversias que laceran el entretejido social y el elenco de soluciones reales que podrían ofrecerse: por un lado, los detentadores de poder se aprestan ávidos a la creación de una “oferta resolutiva” del problema a través de una plétora retórica –metodologismo-; por otro, la ciudadanía, reticente a verdades incómodas, soluciones a largo plazo e injerencia riesgosa –“mala fe” – “wishful thinking”- se conforman y aceptan de buen gusto lo ofrecido. Ante la predecible ruptura entre lo prometido y lo conseguido, siempre queda el “derecho al berreo”, descargar la culpa en los otros.

Entenderá el lector a donde se pretende llegar con estas digresiones. La expansión del Derecho penal, la flexibilización de garantías y derechos fundamentales de los imputados y la desnaturalización de mecanismos de control, siendo el caso que nos ocupa las causales de prisión preventiva de naturaleza punitiva, constituyen una situación endémica en nuestras sociedades, que afecta el conglomerado social en su totalidad y que se refleja en una acentuada crisis de valores tradicionales y la institución de “atypische moralunternehmer” (gestores atípicos de la moral) (Silva, 2008), sin embargo, con una amplia aceptación por parte de la ciudadanía, los medios de comunicación e incluso buena parte de los operadores jurídicos.

Por ende, la concepción ingenua y esencialista de la “Ley” (en sentido amplio) como forma “natural” de inocuizar conductas desviadas, deriva no solamente en una franca decepción de la ciudadanía y el consecuente debilitamiento del Estado (tanto en forma efectiva como en cuanto a su percepción), sino que tiene un efecto inmediato aún más peligroso: La continuidad e incluso intensificación del problema que se trate, al resultar inviables los mecanismos potenciados.

Así ocurre con las medidas cautelares en nuestro ordenamiento jurídico, las cuáles son proyectadas como la solución al problema de la criminalidad y son asumidas por la ciudadanía como verdaderas penas, pasando a ser los imputados culpables ante la palestra de la opinión pública, por el solo hecho de aparecer en el titular de un diario de circulación nacional o en el noticiero vespertino. Lo que ha sido llamado como un “derecho de cautela” va haciendo metástasis en todo el ordenamiento jurídico, significando, en efecto, un desprecio por la cuestión jurídica de fondo, desprovisto de cualquier base teórica y sustentado en exclusivas razones eficientistas[1] (Zaffaroni, Messuti, Vega, Andersen, & Costantini, 2012, p. 11).

La inocuización inmediata del “delincuente” mediante la prisión preventiva o, como suele decirse en la jerga judicial, “sacar de circulación” al imputado, a partir de la valoración de causales con un incuestionable contenido punitivo (reiteración delictiva, peligro para la víctima, flagrancia, etc.), no solamente desnaturaliza el carácter precautorio-procesal de tales medidas, sino que implica el flagelo directo de los estándares interamericanos de protección de los derechos fundamentales relativos a las personas implicadas en una causa penal. Esto no solamente apareja la potencial condena del Estado costarricense en sede internacional, sino que acarrea un inaceptable perjuicio para aquellas personas que se encuentran sometidas a un proceso penal, protegidas hasta la firmeza de una sentencia condenatoria por el principio de presunción de inocencia[2].

I. Las causales de prisión preventiva de naturaleza punitiva en el Código Procesal Penal costarricense

No existe controversia en la doctrina, tanto nacional como extranjera, en cuanto a que las medidas cautelares de carácter personal que se impongan dentro de un proceso penal deben responder a necesidades de naturaleza procesal y no punitiva, en el tanto la respuesta represiva estatal frente a infracciones sancionadas por el Derecho penal solamente es legítima una vez que se comprueba la responsabilidad de un sujeto, mediante las garantías consustanciales al debido proceso, solventado el análisis de cada uno de los estamentos de la teoría del delito. Dicho de otro modo, la privación de libertad de una persona solamente es legítima una vez atravesado el derrotero del proceso penal, siendo la prisión preventiva una medida cautelar de carácter excepcional, afincada sobre riesgos de estirpe eminentemente procesal, sea el peligro de que el encartado se fugue con la finalidad de evitar la realización del proceso instaurado en su contra, o bien, que obstaculice la averiguación de la verdad real de los hechos (Llobet Rodríguez, La prisión preventiva. Límites constitucionales, 2010).

Tampoco existe controversia en cuanto a la naturaleza esencialmente punitiva de las causales de lege lata establecidas en el Código Procesal Penal costarricense, en los artículos 239 inciso b) y d) y el numeral 239 bis, relativos a la reiteración delictiva (concreta y abstracta), el peligro para la víctima, flagrancia, reincidencia y delincuencia organizada, por perseguir ostensiblemente fines preventivo especiales y generales[3].

No obstante, en diversas resoluciones la Sala Constitucional ha admitido la utilización de causales de naturaleza punitiva como sustento para imponer la prisión preventiva, en particular la reiteración delictiva (ver inter alia: voto 7066-11 del 31 de mayo, integrada por Jinesta, Castillo, Araya, Cruz, Salazar, Hernández y Armijo; voto 3852-11 del 23 de marzo, integrada por Mora, Castillo, Salazar, Armijo, Cruz, Pacheco y Araya[4]), omitiendo cualquier referencia sobre la naturaleza punitiva de diversas causales y el posible roce con normas supranacionales que tutelan los derechos fundamentales de los imputados. La interpretación que en algunos casos se ha realizado, en cuanto a la necesidad de que, además de la causal de reiteración delictiva o las causales contenidas en el numeral 239 bis del Código Procesal Penal, se establezca una causal “tradicional”, o la valoración del “especial” carácter de ciertos tipos delictivos a la hora de fundamentar la prisión preventiva –por ejemplo, narcotráfico o delitos sexuales-, no constituye más que un flagrante “fraude de etiquetas”, en donde las medidas cautelares de naturaleza punitiva –revestidas como causales subsidiarias- son utilizadas como “cajón de sastre” al servicio de la política criminal imperante, al que se recurre cada vez que el peligro de fuga o el riesgo de obstaculización no son suficientes para sostener el encarcelamiento precautorio, pese a que, en la práctica, resultan determinantes para legitimar el uso de la prisión preventiva al margen del único fin legítimo conforme con el sistema interamericano de derechos humanos, sea el resguardo del proceso penal.

Esta pasmosa inercia del Tribunal Constitucional únicamente ha provocado la crítica –estéril- de la doctrina nacional e incluso de algunos Tribunales superiores que, no obstante, se han subyugado a los efectos de la ligereza de la Sala Constitucional sobre el particular. Así, en un fallo reciente se indicó:

“(…) por la cantidad de causas que se le atribuyen, se evidencia que el encartado hizo de la actividad delictiva una forma de vida y de sustento,  por lo que, la eventual pena que enfrenta por los hechos, así como reiteración delictiva, constituyen elementos suficientes para mantener y prorrogar la medida cautelar que se ha solicitado de prisión preventiva, no sólo para asegurar la sujeción al proceso, sino para, cautelarmente, evitar que continúe la actividad delictiva. Es de señalar, que la causal de reiteración delictiva no es del agrado de la doctrina, ni tampoco de este Tribunal, para someter a una medida cautelar como la prisión preventiva, pero en este caso en particular, la existencia de prueba abundante que respalda la acusación, así como la cantidad y secuencia de hechos que se atribuyen, dejan ver que el encartado inició una serie de acciones, que no hubieran cesado si no es detenido, por lo que en libertad podría continuar con ello, sin que el domicilio fijo o su contención familiar, que lo tenía antes de ser detenido, sea motivo suficiente para pensar que se ajustará a la ley. Incluso, la oferta laboral le resulta poco convincente a esta Cámara  por las mismas razones, pues si los hechos acusados reflejan que su actividad laboral era netamente delictiva, no se desprenden elementos que permitan darle solidez a la propuesta que hace la defensa. El proceso se ha atrasado un poco como bien lo conocen las partes, por la cantidad de asuntos que se fueron sumando al primero, porque las pruebas se tardaron o se conjuntaron, lo cual ha quedado despejado, y se espera que pronto se defina la causa.  Este Tribunal considera que los tres meses de prisión son acordes con la necesidad procesal,  por lo que se extiende la prisión preventiva de xxxx , por tres meses más, que vencen el 14 de setiembre de 2009, debiendo de inmediato el fiscal remitir la causa a la fase intermedia y el Juez Penal convocar con prioridad para las diligencias propias de su cargo,  para que la causa se agilice, y se resuelva lo más pronto el asunto y cese la incertidumbre del encartado (…)” (El subrayado no corresponde con el original) (Tribunal de Casación Penal de San José, voto 2009-0612 del 12 de junio. Integrado por: Vargas, Salazar y Gullock). También se ha cuestionado por parte de la doctrina nacional, la compatibilidad del principio constitucional de proporcionalidad con el peligro de reiteración delictiva (Chinchilla Calderón & García Aguilar, 2003, pp. 101-104).

De acuerdo con lo expuesto, es posible indicar que las causales de prisión preventiva de naturaleza punitiva que se imbuyen dentro del codex procesal penal son de plena aplicación y vigencia en nuestro país, sin que hasta el momento la desazón que respecto a estás prolifera en el mundo académico penal se extienda a la sede judicial, mediante una valoración seria y profusa, no solamente con relación al tratamiento doctrinario que tales causales conllevan, sino, principalmente, en el marco del sistema interamericano de protección de derechos fundamentales, cuya importancia y alcances se analizarán en los siguientes apartados.

 

II. Las causales de prisión preventiva de naturaleza punitiva bajo el prisma del sistema interamericano de derechos humanos

La Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocida como el “Pacto de San José de Costa Rica”, fue suscrita por nuestro país el 22 de noviembre de 1969 en la Conferencia Especializada Interamericana sobre Derechos Humanos y ratificada por la Asamblea Legislativa mediante la Ley número 4534 del 23 de febrero de 1970.

El artículo 7 inciso 5 de la Convención establece que “Toda persona detenida o retenida debe ser llevada, sin demora, ante un juez u otro funcionario autorizado por la ley para ejercer funciones judiciales y tendrá derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso. Su libertad podrá estar condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio

El sistema interamericano de derechos humanos, por medio de los informes de la Comisión[5], así como en la jurisprudencia de la Corte, ha sido prolijo al determinar –a partir de la lectura del numeral 7.5 de la Convención Americana de Derechos Humanos- la procedencia de la privación de la libertad como medida precautoria, únicamente ante la existencia de riesgos de naturaleza procesal, es decir, peligro de fuga o de obstaculización. Así, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, señaló en el conocido informe 35-07 (Caso Peirano Basso vs. Uruguay), en lo conducente:

81. La Convención prevé, como únicos fundamentos legítimos de la prisión preventiva los peligros de que el imputado intente eludir el accionar de la justicia o de que intente obstaculizar la investigación judicial, en su artículo 7(5): “Toda persona detenida o retenida ... tendrá derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en libertad. Su libertad podrá estar condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio (…) 84. (…) se deben desechar todos los demás esfuerzos por fundamentar la prisión durante el proceso basados, por ejemplo, en fines preventivos como la peligrosidad del imputado, la posibilidad de que cometa delitos en el futuro o la repercusión social del hecho, no sólo por el principio enunciado sino, también, porque se apoyan en criterios de derecho penal material, no procesal, propios de la respuesta punitiva. Esos son criterios basados en la evaluación del hecho pasado, que no responden a la finalidad de toda medida cautelar por medio de la cual se intenta prever o evitar hechos que hacen, exclusivamente, a cuestiones procesales del objeto de la investigación y se viola, así el principio de inocencia. Este principio impide aplicar una consecuencia de carácter sancionador a personas que aún no han sido declaradas culpables en el marco de una investigación penal.

Sin lugar a dudas, el informe transcrito en lo conducente ut supra, tal y como lo afirma Bovino, refleja el estado actual de la opinión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre la prisión preventiva y constituye la aplicación concreta de los principios desarrollados en el seno del sistema interamericano, mismos que ineludiblemente deben ser aplicados por los jueces ordinarios, so pena de generar responsabilidad internacional para el Estado parte (Bigliani & Bovino, 2008, pp. 6-7).

De manera similar, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha desarrollado una profusa jurisprudencia en donde progresivamente ha delineado los límites de la prisión preventiva, proscribiendo de manera expresa su aplicación a partir de causas irrelevantes procesalmente y que respondan a finalidades atribuidas a la pena, como lo son la prevención especial o general. En el caso López Álvarez vs. Honduras se indicó:

69. Del artículo 7.3 de la Convención se desprende la obligación estatal de no restringir la libertad del detenido más allá de los límites estrictamente necesarios para asegurar que aquél no impedirá el desarrollo eficiente de las investigaciones ni eludirá la acción de la justicia. Las características personales del supuesto autor y la gravedad del delito que se le imputa no son, por si mismos, justificación suficiente de la prisión preventiva. La prisión preventiva es una medida cautelar y no punitiva. Se infringe la Convención cuando se priva de libertad, durante un período excesivamente prolongado, y por lo tanto desproporcionado, a personas cuya responsabilidad criminal no ha sido establecida. Esto equivale a anticipar la pena.

En el caso Caso Palamara Iribarne vs Chile, señaló la Corte:

198. En ocasiones excepcionales, el Estado puede ordenar la prisión preventiva cuando se cumpla con los requisitos necesarios para restringir el derecho a la libertad personal, existan indicios suficientes que permitan suponer razonablemente la culpabilidad de la persona sometida a un proceso y que sea estrictamente necesaria para asegurar que el acusado no impedirá el desarrollo eficiente de las investigaciones ni eludirá la acción de la justicia. De esta forma, para que se respete la presunción de inocencia al ordenarse medidas restrictivas de la libertad es preciso que el Estado fundamente y acredite la existencia, en el caso concreto, de los referidos requisitos exigidos por la Convención.

En la resolución del caso Servellón García vs Honduras, la Corte Interamericana de Derechos Humanos determina nuevamente la exclusión de causales de estirpe punitiva, al referir:

90. Asimismo, la Convención prohíbe la detención o encarcelamiento por métodos que pueden ser legales, pero que en la práctica resultan irrazonables, o carentes de proporcionalidad. La Corte ha establecido que para que se cumplan los requisitos necesarios para restringir el derecho a la libertad personal, deben existir indicios suficientes que permitan suponer razonablemente la culpabilidad de la persona sometida a un proceso y que la detención sea estrictamente necesaria para asegurar que el acusado no impedirá el desarrollo eficiente de las investigaciones ni eludirá la acción de la justicia. Al ordenarse medidas restrictivas de la libertad es preciso que el Estado fundamente y acredite la existencia, en el caso concreto, de esos requisitos exigidos por la Convención.

En el caso Suárez Rosero vs Ecuador, la Corte Interamericana de Derechos Humanos reitera el carácter cautelar de la prisión preventiva:

77. Esta Corte estima que en el principio de presunción de inocencia subyace el propósito de las garantías judiciales, al afirmar la idea de que una persona es inocente hasta que su culpabilidad sea demostrada. De lo dispuesto en el artículo 8.2 de la Convención se deriva la obligación estatal de no restringir la libertad del detenido más allá de los límites estrictamente necesarios para asegurar que no impedirá el desarrollo eficiente de las investigaciones y que no eludirá la acción de la justicia, pues la prisión preventiva es una medida cautelar, no punitiva. Este concepto está expresado en múltiples instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos y, entre otros, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que dispone que la prisión preventiva de las personas que hayan de ser juzgadas no debe ser la regla general (art. 9.3). En caso contrario se estaría cometiendo una injusticia al privar de libertad, por un plazo desproporcionado respecto de la pena que correspondería al delito imputado, a personas cuya responsabilidad criminal no ha sido establecida. Sería lo mismo que anticipar una pena a la sentencia, lo cual está en contra de principios generales del derecho universalmente reconocidos.

Asimismo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el documento aprobado en el 131º período ordinario de sesiones,  celebrado del 3 al 14 de marzo de 2008, denominado “Principios y Buenas Prácticas sobre la Protección de las Personas Privadas  de Libertad en las Américas” señaló en el Principio III, punto 2 in fine que La privación preventiva de la libertad, como medida cautelar y no punitiva, deberá además obedecer a los principios de legalidad, presunción de inocencia, necesidad y proporcionalidad, en la medida estrictamente necesaria en una sociedad democrática, que sólo podrá proceder de acuerdo con los límites estrictamente necesarios para asegurar que no se impedirá el desarrollo eficiente de las investigaciones ni se eludirá la acción de la justicia, siempre que la autoridad competente fundamente y acredite la existencia, en el caso concreto, de los referidos requisitos.

En similar sentido, en el Informe presentado en el 146° período de sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Washington, DC, 1 de noviembre de 2012), denominado “Uso abusivo de la prisión preventiva en las Américas”, se destaca que la jurisprudencia interamericana ha establecido que la prisión preventiva sólo puede funcionar como una medida cautelar, tendiente a prevenir la obstaculización de la justicia y a preservar la integridad de la prueba, estando vedada su utilización como pena anticipada.

De los precedentes jurisprudenciales reseñados, así como de los documentos emanados de la Comisión Interamericana se colige sin esfuerzo la univocidad de criterio que hoy en día mantiene el sistema interamericano de derechos humanos en cuanto al rechazo de la prisión preventiva afincada sobre causales de estirpe punitivo. Así lo ha reconocido la doctrina nacional al indicarse que aún en el caso de que la Constitución Política autorizara la causal de peligro de reiteración delictiva, que en nuestro criterio no lo hace (Art. 39 de la Constitución Política), por encima de la Constitución Política, según lo ha reconocido la misma Sala Constitucional, se encuentra la Convención Americana de Derechos Humanos, y por encima de la Sala Constitucional se encuentran los órganos de protección de los Derechos Humanos del sistema interamericano (…) la Corte Interamericana de Derechos Humanos en forma reiterada solamente ha admitido como compatibles con la Convención Americana las causales de peligro concreto de fuga y de obstaculización. Ello pone fuera de la Convención la causal de peligro de reiteración delictiva, lo mismo que las causales contempladas en el Art. 239 bis del C.P.P. (Llobet Rodríguez, Proceso Penal Comentado, 2012, p. 406).

III. Control concentrado de constitucionalidad vs. Control Difuso de Convencionalidad

De acuerdo con el artículo segundo de la Ley de la Jurisdicción Constitucional, en nuestro país existe un control concentrado de constitucionalidad, a cargo de la Sala Constitucional. Señala dicho numeral que:

Le corresponde específicamente a la jurisdicción constitucional: a) Garantizar, mediante los recursos de hábeas corpus y de amparo, los derechos y libertades consagrados por la Constitución Política y los derechos humanos reconocidos por el Derecho Internacional vigente en Costa Rica. b) Ejercer el control de la constitucionalidad de las normas de cualquier naturaleza y de los actos sujetos al Derecho Público, así como la conformidad del ordenamiento interno con el Derecho Internacional o Comunitario, mediante la acción de inconstitucionalidad y demás cuestiones de constitucionalidad. c) Resolver los conflictos de competencia entre los Poderes del Estado, incluido el Tribunal Supremo de Elecciones, y los de competencia constitucional entre estos y la Contraloría General de la República, las municipalidades, los entes descentralizados y las demás personas de Derecho Público. ch) Conocer de los demás asuntos que la Constitución o la presente ley le atribuyan[6].

Al tenor literal de la norma transcrita ut supra se tiene que es competencia exclusiva de la Sala Constitucional el conocimiento de las controversias o dudas devenidas de la incompatibilidad de una norma o acto de sujetos de Derecho Público con la Constitución Política o con instrumentos internacionales, quedando vedado, en principio, la derogatoria o interpretación de normas por considerarse contrarias a tales instrumentos, a cualquier sujeto distinto a Sala Constitucional, quien en su caso deberá plantear la consulta o la acción de inconstitucionalidad, según corresponda.

Empero, el paradigma de la supremacía constitucional y la hegemonía de la Sala Constitucional sobre el examen de compatibilidad entre las normas de derecho interno y los instrumentos internacionales se ve explícitamente afectado a partir de la construcción y delimitación del principio de convencionalidad, generado en el seno de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En el caso Almonacid Arellano vs Chile, determinó el Tribunal Interamericano:

123. (…) la Convención tiene también la finalidad de facilitar la función del Poder Judicial de tal forma que el aplicador de la ley tenga una opción clara de cómo resolver un caso particular. Sin embargo, cuando el legislativo falla en su tarea de suprimir o no adoptar leyes contrarias a la Convención Americana, el Judicial permanece vinculado al deber de garantía establecido en el artículo 1.1 de la misma y, consecuentemente, debe abstenerse de aplicar cualquier normativa contraria a ella. El cumplimiento por parte de agentes o funcionarios el Estado de una ley violatoria de la Convención produce responsabilidad internacional del Estado (…) La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de “control de convencionalidad” entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esa tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana (…)

De manera más precisa, en el caso Trabajadores Cesados del Congreso vs Perú, destacó la Corte:

128. Cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque el efecto útil de la Convención no se vea mermado o anulado por la aplicación de leyes contrarias a sus disposiciones, objeto y fin. En otras palabras, los órganos del Poder Judicial deben ejercer no sólo un control de constitucionalidad, sino

 también “de convencionalidad” ex officio entre las normas internas y la Convención Americana, evidentemente en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes. Esta función no debe quedar limitada exclusivamente por las manifestaciones o actos de los accionantes en cada caso concreto, aunque tampoco implica que ese control deba ejercerse siempre, sin considerar otros presupuestos formales y materiales de admisibilidad y procedencia de ese tipo de acciones.

La resolución más reciente de la Corte Interamericana sobre el particular se dio en el caso Gelman vs. Uruguay (del 20 de marzo de 2013). En esta resolución la CIDH realiza un recorrido por sus propios precedentes y delimita con mayor corrección los límites del control de convencionalidad. Establece la Corte que el control de convencionalidad es una obligación propia de todo poder, órgano o autoridad del Estado Parte en la Convención, por lo que los mismos, en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes, deben controlar que los derechos humanos de las personas sometidas a su jurisdicción sean respetados y garantizados, con lo que adquiere sentido el mecanismo convencional, el cual obliga a todos los jueces y órganos judiciales a prevenir potenciales violaciones a derechos humanos, las cuales deben solucionarse en el fuero interno, utilizando como parámetro las interpretaciones de la Corte (apartado 72 de la resolución).

Uno de los deslindes que realiza la CIDH, en cuanto al control de convencionalidad, se refiere a los casos en que el Estado no ha sido parte en el proceso internacional en que fue establecida determinada jurisprudencia, en donde, por el solo hecho de ser Parte en la Convención Americana, todas las autoridades públicas y todos sus órganos, incluidos por supuesto los jueces y otros órganos vinculados a la administración de justicia, en todos los niveles, están obligados por el tratado, por lo cual deben ejercer, en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes, un control de convencionalidad tanto en la emisión y aplicación de normas, en cuanto a su validez y compatibilidad con la Convención, como en la determinación, juzgamiento y resolución de situaciones particulares y casos concretos, teniendo en cuenta el propio tratado y los precedentes o lineamientos jurisprudenciales de la Corte Interamericana (apartado 69 de la resolución).

A nuestro juicio, la mención del ejercicio del control de convencionalidad por toda autoridad del Estado Parte de la Convención “en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes”, no puede entenderse como una limitación para que los jueces ordinarios puedan ejercer directamente el control de convencionalidad, aún en sistemas como el costarricense, en que opera un control concentrado de constitucionalidad, pues esto sería una aplicación de mala fe de los estándares de protección del sistema interamericano de derechos humanos, contrario al numeral 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, ratificado en nuestro país mediante Ley 7615[7], lo que paradójicamente significaría la “concentración” en la Sala Constitucional del control “difuso” de convencionalidad, lo que vaciaría totalmente de contenido la construcción del principio de convencionalidad elaborado por la CIDH.

La ejecución del control difuso de convencionalidad dentro de las competencias y regulaciones procesales de cada órgano implica, en el caso que nos ocupa, que los jueces ordinarios no podrán desaplicar de manera general disposiciones legales que infrinjan los parámetros del bloque de convencionalidad –competencia atribuida exclusivamente a la Sala Constitucional- pero abre la posibilidad para que se ejerza dicho control con un efecto limitado, inter partes, con respecto de un caso específico sometido a su conocimiento, sin que sea preciso utilizar el mecanismo de consulta judicial de constitucionalidad previsto en la Ley de la Jurisdicción Constitucional, que en todo caso es potestativa y no preceptiva, salvo lo referido en el segundo párrafo del numeral 102 de la Ley de cita[8].

Además, aclarando la convergencia entre el control de constitucionalidad y el control de convencionalidad, se indica en el apartado 88 de la resolución del caso Gelman:

(…) la pretensión de oponer el deber de los tribunales internos de realizar el control de constitucionalidad al control de convencionalidad que ejerce la Corte, es en realidad un falso dilema, pues una vez que el Estado ha ratificado el tratado internacional y reconocido la competencia de sus órganos de control, precisamente a través de sus mecanismos constitucionales, aquéllos pasan a conformar su ordenamiento jurídico. De tal manera, el control de constitucionalidad implica necesariamente un control de convencionalidad, ejercidos de forma complementaria.

Desde esta perspectiva, el control de convencionalidad se separa del control ejercido en forma exclusiva por la Sala Constitucional, de forma que bajo el modelo que se está imponiendo desde la jurisprudencia interamericana, el sistema concentrado de constitucionalidad no coincide con el objeto y fin de la Convención Americana sobre derechos humanos, la cual depende de los diversos funcionarios de los Estados parte (Mora Méndez, 2012, p. 122).

Bajo esa tesitura, incluso la jurisprudencia de la Sala Constitucional, misma que al tenor del artículo 13 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional es vinculante erga omnes, es bajo el prisma de este nuevo paradigma, objeto de fiscalización a partir de los estándares del bloque de convencionalidad. En tal sentido destaca Hitters que en aquellos ordenamientos jurídicos en dónde la doctrina jurisprudencial de los Tribunales Constitucionales es obligatoria para los tribunales inferiores u ordinarios –como ocurre en Costa Rica-, la misma reviste el carácter de “norma” o “ley” y por ende puede y debe ser incluida en el contralor al que nos venimos refiriendo, remitiendo con ello el autor a los parámetros del control de convencionalidad. (Hitters, 2012, pp. 10-11).

En nuestro país, Castillo reconoce que la tesis de la vinculatoriedad jurídica de los efectos interpretativos de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos parte de un razonamiento lógico-jurídico impecable, luego de efectuar el análisis del caso Almonacid Arellano y otros Vs. Chile (sentencia del 26 de septiembre de 2006) y la Opinión Consultiva OC-18/03 de 17 de septiembre de 2003, considera que las sentencias condenatorias son vinculantes para el Estado parte del conflicto que se resuelve mediante la misma, así como la jurisprudencia de la Corte en términos generales, es decir, en cuanto interpreta los preceptos contenidos en la Convención, salvo en los supuestos en que el estándar nacional sea superior al fijado internacionalmente o en los casos en que la jurisprudencia de la Corte afecte una institución nuclear del sistema político (Castillo Víquez, 2009, p. 84 y ss.)[9]. Finalmente, concluye Castillo que está demostrado que las interpretaciones que hace la CIDH de los preceptos de la Convención en sus sentencias son vinculantes para el Juez interno de los Estados partes de esa Convención, siendo que hay razones importantes para que sea vinculante su jurisprudencia, en especial el hecho de que la CIDH es el intérprete supremo y último de la CADH, posición que quedaría menguada e, incluso, anulada si el Juez interno no siguiera, en sus sentencias, las reglas objetivas que sienta la CIDH en sus fallos. Pero el Juez interno no solo debe acatar la jurisprudencia de la CIDH, sino que está obligado a realizar un “control de convencionalidad” de la legislación interna que debe aplicar al caso concreto. Debe determinar si esa legislación está o no en armonía con el Derecho Internacional de los derechos humanos y, en caso contrario, debe optar por el segundo desaplicando la primera, siempre y cuando se trate de la misma materia y haya una contradicción insalvable. (Castillo Víquez, 2009, p. 107).

Por su parte Jinesta, afirma que resulta evidente que los jueces y tribunales ordinarios son los primeros llamados a ejercer el control de convencionalidad, por una razón fundamental que es la necesidad de agotar los recursos efectivos del derecho interno (de acuerdo con el artículo 46.1.a de la CADH) antes de acudir a la Corte Interamericana, dado que, la intervención de ésta es subsidiaria, por lo que se trata, entonces, a diferencia de lo que puede ser el modelo de control de constitucionalidad interno de cada país, de un esquema de control difuso que ejercen todos los jueces y tribunales ordinarios que pertenecen al Poder Judicial. (Jinesta Lobo, 2012, p. 7)

Sobre las posibilidades que tiene el Juez ordinario para desaplicar una norma que se estime no convencional, sostiene Jinesta que algunos ordenamientos jurídicos permiten que los jueces ordinarios puedan plantear una consulta de constitucionalidad cuando, en un asunto concreto que deben conocer y resolver, tengan dudas fundadas de constitucionalidad sobre la norma o acto que deben aplicar, siendo este un mecanismo propio de algunos modelos de control de constitucionalidad concentrado, en virtud de que el juez ordinario no puede anular las normas o actos sujetos al Derecho Público o enjuiciar su constitucionalidad, debiendo plantear la duda fundada de constitucionalidad al órgano encargado del control de constitucionalidad, dado que este mecanismo, permite obviar los efectos poco intensos del control de convencionalidad ejercido por los jueces ordinarios –que lo que podrían es desaplicar para el caso concreto con efectos jurídicos relativos o inter partes- la norma contraria al parámetro de convencionalidad, al plantear el tema ante el órgano encargado del control concentrado de constitucionalidad para que destierre, definitivamente, y con efectos generales, la norma o acto local del ordenamiento jurídico. En estos casos, el juez ordinario o de legalidad debe tener un conocimiento vasto del Derecho Internacional Público de los Derechos Humanos y, en particular, del bloque de convencionalidad para plantear la consulta, independientemente, de que el Tribunal o Sala Constitucional ejerza, de oficio, el control de convencionalidad (Jinesta Lobo, 2012, pp. 22-23). Esta interpretación sugiere la posibilidad de que el Juez ordinario efectúe una consulta de constitucionalidad para que la Sala que ejerza el control concentrado de constitucionalidad dirima, con efectos erga omnes, el conflicto, pero admite la posibilidad de que, aún en un modelo concentrado de control constitucional, se ejerza por parte del Juez ordinario la desaplicación –con efectos inter partes- de la norma incompatible con el sistema interamericano de protección de derechos humanos.

De acuerdo con Ferrer, los jueces nacionales rebasan la función de simples aplicadores de la ley nacional, y se convierten en “guardianes” de la convencionalidad, así, la verdadera novedad en todo este tema es que la obligación de aplicar la Convención Americana de Derechos Humanos y la jurisprudencia convencional deviene directamente de la jurisprudencia de la Corte Interamericana como un deber de todos los jueces nacionales, siendo de particular importancia las resoluciones en los casos Trabajadores Cesados del Congreso (Aguado Alfaro y otros) vs. Perú, resuelto el 24 de noviembre de 2006 (siendo relevantes los votos razonados de García Ramírez y Cançado Trindade, en cuanto al carácter difuso y ex officio del control de convencionalidad), La Cantuta vs. Perú, de 29 de noviembre de 2006 (en donde se destaca que la aplicación de una norma legal al margen de los parámetros de convencionalidad por parte de órganos estatales constituye una violación a la Convención Americana de Derechos Humanos), Boyce y otros vs. Barbados, del 20 de noviembre de 2007, Heliodoro Portugal vs. Panamá, del 12 de agosto de 2008 (en donde se destaca que cada juzgador debe velar por el efecto útil de los instrumentos internacionales, de manera que no quede mermado o anulado por la aplicación de normas o prácticas internas contrarias al objeto y fin del instrumento internacional o del estándar internacional de protección de los derechos humanos) y Rosendo Radilla Pacheco vs. Estados Unidos Mexicanos, de 23 de noviembre de 2009, entre otros (para todo: Ferrer Mac-Gregor).

La inobservancia o inercia de los Jueces ordinarios ante los referidos instrumentos internacionales y la interpretación que de estos han realizado los órganos competentes implicaría el desmoronamiento del bloque de convencionalidad al que se ha hecho referencia y convertiría tales instrumentos en meras normas programáticas anodinas. La propia Sala Constitucional ha reconocido tanto el espectro normativo de los instrumentos internacionales, en cuanto a la tutela de derechos fundamentales, como el valor interpretativo de los órganos integrantes del sistema interamericano de derechos humanos. Desde ese enfoque, en el voto 1323-1995 (Mora, Piza, Solano, Sancho, Arguedas, Molina y Granados) expresó el Tribunal Constitucional que en tratándose de instrumentos internacionales de Derechos Humanos vigentes en el país, no se aplica lo dispuesto por el artículo 7 de la Constitución Política, ya que el 48 Constitucional tiene norma especial para los que se refieren a derechos humanos, otorgándoles una fuerza normativa del propio nivel constitucional. Al punto de que, como lo ha reconocido la jurisprudencia de esta Sala, los instrumentos de Derechos Humanos vigentes en Costa Rica, tienen no solamente un valor similar a la Constitución Política, sino que en la medida en que otorguen mayores derechos o garantías a las personas, priman por sobre la Constitución (vid. sentencia N° 3435-92 y su aclaración, N° 5759-93) (…) si la Corte Interamericana de Derechos Humanos es el órgano natural para interpretar la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), la fuerza de su decisión al interpretar la convención y enjuiciar leyes nacionales a la luz de esta normativa, ya sea en caso contencioso o en una mera consulta, tendrá -de principio- el mismo valor de la norma interpretada. No solamente valor ético o científico, como algunos han entendido. Esta tesis que ahora sostenemos, por lo demás, está receptada en nuestro derecho, cuando la Ley General de la Administración Pública dispone que las normas no escritas -como la costumbre, la jurisprudencia y los principios generales del derecho- servirán para interpretar, integrar y delimitar el campo de aplicación del ordenamiento escrito y tendrán el rango de la norma que interpretan, integran o delimitan (artículo 7.l.).

Asimismo, tal y como lo refiere Bustillo Marín, con cita del caso Cabrera García y Montiel Flores vs. México (específicamente el voto razonado del Juez Ferrer), el control difuso de constitucionalidad, se contrapone al control concentrado de constitucionalidad que se realiza en los Estados con ese tipo de modelo, correspondiendo a un Tribunal Constitucional dicho control, mientras que el control difuso de convencionalidad se realiza por todos los jueces del poder judicial dentro de un Estado y el control concentrado de convencionalidad lo realiza de manera exclusiva la CIDH, en su calidad de intérprete última de la CADH. De esta forma, los jueces nacionales pueden imponer el control difuso de convencionalidad en el caso concreto sometido a su conocimiento con efecto inter partes, pero también de manera abstracta las altas jurisdicciones constitucionales que tienen la facultad de declarar la invalidez de la norma inconstitucional con efectos erga omnes (Bustillo Marín, 2013, p. 16).

Conforme con lo anterior:

En el control difuso de convencionalidad (llevado por todos los jueces), no existe una limitación por el hecho de que esos jueces no tengan facultades de control de constitucionalidad en sus jurisdicciones locales. Esto es porque aplicar el control difuso de convencionalidad no sólo implica la inaplicación de una norma sino aplicar el principio de interpretación conforme, a través de la armonización de las normas internas con las internacionales (…) Esto significa que al realizar el control difuso de convencionalidad, el juez nacional no tiene que inaplicar una ley de primera instancia, sino que puede hacer la interpretación conforme de la misma. Para esto, debe buscar la aplicación de la norma que sea más favorable para la persona. Por el contrario, la inaplicación de la ley se debe hacer sólo si en esa interpretación conforme no encuentra una norma más favorable, tanto de la normatividad nacional como de la CADH (o de algunos otros tratados internacionales) y su jurisprudencia, y además observa que una de las normas referidas al caso es inconvencional (Bustillo Marín, 2013, p. 16)

IV. El Juez ordinario como Juez de Convencionalidad

Puede afirmarse sin reparo alguno que, sin pretender restarle vigencia al principio de legalidad, este ha sido afectado, en cuanto a su dimensión, por el principio de convencionalidad, conforme al cual el primero coexiste con el segundo, redimensionándose la otrora incuestionable supremacía constitucional, desplazada por la supremacía convencional (Ferrer Mac-Gregor, p. 185).

Sin lugar a dudas el Juez de Garantías ostenta en el ordenamiento jurídico costarricense un carácter de verdadero “Juez constitucional” (Aponte Cardona, 2009, p. 173), en tanto se instituye en el proceso penal con la finalidad de salvaguardar los derechos y las garantías constitucionales y procesales del investigado y de las demás partes, y para ser el garante eximio del debido proceso penal (Pedraza Jaimes, 2010, p. 37). Así, el numeral 277 del Código Procesal Penal establece expresamente como funciones del Juez de Garantías controlar el cumplimiento de los principios y garantías imbuidos en la Constitución Política, el Derecho Internacional y Comunitario vigente en nuestro país y el Código Procesal Penal.[10] Más aun, según lo analizado a lo largo de este breve artículo, es posible considerar al Juez de Garantías como un verdadero “Juez de convencionalidad”, siendo que al lado del control concentrado de convencionalidad que realiza la Corte Interamericana de Derechos Humanos, existe otro tipo de control de carácter difuso, que debe realizarse por los jueces nacionales o domésticos de los Estados que han aceptado la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el tanto este control es una nueva manifestación de la constitucionalización del derecho internacional. El “control difuso de convencionalidad” consiste en el deber de los jueces nacionales en realizar un examen de compatibilidad entre las disposiciones y actos internos que tiene que aplicar a un caso concreto, con los tratados internacionales y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Lo anterior implica reconocer la fuerza normativa de tipo convencional, que se extiende a los criterios jurisprudenciales emitidos por el órgano internacional que los interpreta. Este nuevo tipo de control no tiene sustento en la CADH, sino que deriva de la evolución jurisprudencial de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Ferrer Mac-Gregor, p. 175).

Se colige así que la CIDH exige al juez ordinario la práctica directa del control de convencionalidad, siendo que para tal ejercicio no requiere estar autorizado por la Constitución o autoridades domésticas, por lo que si una norma local, legal o incluso constitucional, intenta impedir el control de convencionalidad al juez apto para realizarlo, dicha norma podría considerarse como “inconvencional” por contrariar la jurisprudencia de la CIDH (Bustillo Marín, 2013, p. 10).

Afirma Ferrer que los jueces deben velar por el “effet utile” de los instrumentos internacionales para que estos no se vean menguados o anulados por la aplicación de normas o prácticas internas contrarias al objeto y fin del instrumento convencional o del estándar internacional de protección de los derechos humanos, por lo que los jueces nacionales no sólo están obligados a realizar un control de constitucionalidad, dentro de sus respectivas competencias y atribuciones, sino también un control de convencionalidad, en la medida en que de no hacerlo, se podría producir una responsabilidad internacional del Estado infractor. Señala Ferrer algunas características básicas del control de convencionalidad, a saber:

1.      El juez nacional como juez interamericano: Los jueces de los Estados parte se convierten en “guardianes” de la convencionalidad de las leyes y demás actos nacionales, al permitirles realizar un ejercicio o test de compatibilidad entre éstos y la Convención Americana de Derechos Humanos.

2.      Carácter difuso: Se encomienda dicho control a todos los jueces nacionales, sin importar la materia, jerarquía o si son jueces ordinarios o constitucionales, en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes.

3.      Ex officio: Este control lo deben realizar los jueces nacionales con independencia de petición o solicitud de parte, en el caso que estén conociendo.

4.      Bloque de convencionalidad: Aunque la doctrina de la CIDH limita el ámbito de control a la CADH, lo cierto es que atendiendo al corpus iuris interamericano, debe extenderse a sus protocolos adicionales e incluso otros instrumentos internacionales, de conformidad con el reconocimiento de cada Estado y de la propia jurisprudencia de la CIDH. Debe extenderse además a la jurisprudencia de la CIDH, tanto en los casos contenciosos como en las opiniones consultivas y los criterios derivados de las medidas provisionales y de supervisión de cumplimiento de las sentencias, en donde también se interpreta la normatividad convencional. Por tal motivo es posible hablar de un verdadero “bloque de convencionalidad”, como parámetro de control ejercido por los jueces nacionales.

5.      Efectos: Las normas y actos inconvencionales carecen de efectos jurídicos desde un inicio, lo cual repercute evidentemente en los actos derivados de aquéllos (Ferrer Mac-Gregor, pp. 185187).

De tal manera, como lo indica Aponte, la función del Juez de garantías no puede circunscribirse a la de meros notarios de las solicitudes del Ministerio Público, sino que estos deben ejercer un verdadero control material sobre las medidas requeridas, particularmente en aquellas que afecten la libertad del individuo (Aponte Cardona, 2009, p. 174), ahora bajo la luz del control de convencionalidad. Dicho de otra forma, como lo afirma Bustillo Marín, con la obligación de seguir el control difuso de constitucionalidad, todos los jueces podrían entonces interpretar y revisar la constitucionalidad de las normas o de actos cuya resolución sólo implica efectos inter partes, esto es, efectos para el caso concreto. De manera idéntica, con las nuevas obligaciones de control de convencionalidad, todos los jueces, ordinarios o constitucionales, bajo el sistema de control difuso deberían realizar el mismo ejercicio del control de constitucionalidad, pero con los parámetros de convencionalidad de los actos o normas de un caso específico (Bustillo Marín, 2013, p. 19).

Consideración final

Determinada la naturaleza sustancialmente punitiva de las causales de prisión preventiva imbuidas en los artículos 239 inciso b) y d) y el numeral 239 bis del Código Procesal Penal, cuya génesis corresponde al desarrollo del modelo eficientista del derecho penal; constatado el expreso rechazo de tales causales por parte del sistema interamericano de protección de los derechos humanos; verificada la inercia de la Sala Constitucional ante tan evidente disyuntiva, que potencialmente compromete al Estado costarricense ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos; y establecido el carácter diverso que reviste el control difuso de convencionalidad frente al control concentrado de constitucionalidad, deviene absolutamente admisible que el Juez de garantías, en tanto “Juez interamericano”, ante la solicitud de la medida cautelar de prisión preventiva sustentada en las causales en este trabajo cuestionadas, realice una interpretación conforme al bloque de convencionalidad y, en su caso, las desaplique de forma directa –teniendo lógicamente que realizar un examen profuso del caso concreto-, manteniendo dicha decisión exclusivos efectos inter partes, en aras de mantener el bloque de convencionalidad y potenciar el resguardo de los derechos que le asisten a los imputados.

La ponderación de las causales de prisión preventiva de prosapia punitiva como causales “especiales” para ciertos delitos, de “apoyo” o subsidiarias, no constituye más que un fraude de etiquetas, mediante el cual se legitima, en palabras de Zaffaroni, un derecho de cautela, un medio derecho, lo que hace posible afirmar, sin eufemismos, que la prisión preventiva es la pena más extendida en nuestro país y en Latinoamérica.

Será responsabilidad de los operadores jurídicos y particularmente de los jueces intervenir de manera activa en el engranaje de este nuevo paradigma, participando de las competencias que, en el marco del sistema interamericano de derechos humanos, se les ha encargado, o por el contrario, asistir inertes y enmudecidos ante el desmantelamiento de nuestro Estado de Derecho.

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[1] Señala Zaffaroni que en algunos casos la medida cautelar, si no agota la pretensión de la acción, por lo menos otorga una ventaja considerable para quien la obtiene y, por ende, éste no tiene premura alguna en que la jurisdicción se expida en definitiva, pierde interés en eso o incluso arma obstáculos para demorarla sine die. La combinación del hiato temporal no resuelto y a veces aumentado con la medida cautelar está convirtiendo a todo el derecho viviente en un derecho de cautela, que es una suerte de medio derecho. (Zaffaroni, Messuti, Vega, Andersen, & Costantini, 2012, p. 11)

[2] Sobre el principio de presunción de inocencia: Llobet Rodríguez, La prisión preventiva.

Límites constitucionales, 2010, pp. 45-114

[3] Sobre los fines de la pena, puede verse: Roxin, 2007, pp. 81-103. La utilización de la prisión preventiva como una pena, por medio de la implementación de causales que persiguen ese fin, no es un fenómeno específico de nuestro país sino que se extiende virulentamente en todo el mundo y en especial en Latinoamérica. Señala Zaffaroni que la prisión preventiva es la pena más común en toda nuestra región. El abuso es tan sistemático y corriente que la expresión inversión del sistema penal - con la que se caracterizó al fenómeno - ha perdido todo sentido: no se trata de un sistema penal que funciona en forma invertida, sino que el adelantamiento de la pena a la sentencia es su forma propia de operación. No hay un sistema invertido, sino que el sistema penal latinoamericano impone y ejecuta la pena antes de la sentencia. (Zaffaroni, Messuti, Vega, Andersen, & Costantini, 2012, p. 12)

[4] En esta última resolución la Sala, pese a advertir que La prisión preventiva posee un carácter excepcional que, como tal, tiene fines diferentes a los dispuestos para la pena de prisión, por lo que nuestro ordenamiento jurídico procesal penal parte del principio que esa cautela, solamente, puede perseguir fines de aseguramiento procesal, como los que contempla el artículo 239 del Código Procesal Penal (voto No.2007-009856 de las 14:32 horas de 17 de julio de 2007) (el destacado es propio), de manera irreflexiva prohíja la fundamentación de la prisión preventiva en la causal de reiteración delictiva, que palpablemente responde a un fin preventivo especial, así como en las causales enumeradas en el artículo 239 bis.

[5] La Comisión Interamericana de Derechos Humanos se ha conceptuado como un organismo heterogéneo o sui generis, de promoción y protección de los derechos humanos, cuya naturaleza no es susceptible de ser definida en términos absolutos, sino atendiendo la competencia que en particular se desarrolle, según se realice una función asesora, crítica, promotora, protectora, consultiva o conciliadora (Palacios Mosquera, 2013, p. 149).

[6] Además, el artículo 4 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional establece que la jurisdicción constitucional se ejerce por la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia establecida en el artículo 10 de la Constitución Política.

[7] Artículo 27: Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado ( )

[8] Debe reconocerse que el artículo 8 de la Ley Orgánica del Poder Judicial establece en su inciso primero que los funcionarios que administran justicia necesariamente deberán consultar ante la jurisdicción constitucional si tuviesen dudas sobre la constitucionalidad de alguna norma o acto, quedando vedada la interpretación o aplicación contraria a los precedentes o jurisprudencia de la Sala Constitucional, al ser estos vinculantes erga omnes, sin embargo, el principio de convencionalidad, de acuerdo con lo esbozado en líneas anteriores, posibilita la acción directa del juez ordinario cuando en un caso concreto sometido a su estudio encuentre una norma que roce con la Convención, lo que lo faculta a desaplicar una norma para ese asunto específico. Esta interpretación, al devenir de las resoluciones del máximo interprete la Convención, y al proteger de mejor manera los derechos fundamentales de las personas -pues, tal y como se indicó, permite la acción directa del juez ordinario-, tiene rango superior a la Ley. Debe recordarse que el control concentrado de convencionalidad recae sobre la CIDH y no sobre el ente encargado del control de constitucionalidad, siendo este último solamente uno de los distintos órganos sobre los cuales pesa la obligación de ejercer el control difuso de convencionalidad (Sobre el control concentrado de convencionalidad ejercido por la CIDH puede verse: Bustillo Marín, 2013, p. 8).

[9] El autor admite la claridad con que la propia Corte Interamericana ha establecido los alcances jurídicos de sus resoluciones, en tanto ( ) la jurisprudencia de la CIDH, la que, según el criterio de este Tribunal Internacional, resulta vinculante para los jueces, no porque lo disponga una norma de la CADH, sino por lo que esta interpreta de su competencia, más concretamente: sobre los alcances jurídicos de las interpretaciones que hace de los preceptos de la CADH, las que -según su postura- vinculan a los Estados partes, en especial a sus jueces (Castillo Víquez, 2009, p. 90).

[10] “Artículo 277.- Actuación jurisdiccional. Corresponderá al tribunal del procedimiento preparatorio realizar los anticipos jurisdiccionales de prueba, resolver excepciones y demás solicitudes propias de esta etapa, otorgar autorizaciones y, en general, controlar el cumplimiento de los principios y garantías establecidos en la Constitución, el Derecho Internacional y Comunitario vigentes en Costa Rica y en este Código. Lo anterior no impedirá que el interesado pueda replantear la cuestión en la audiencia preliminar ( )”